KISS THE DEVIL
Me miró.
Los ojos oscuros de Mathieu brillaban. Su cuerpo y su pelo ondulado bailaban al ritmo de la batería. Sus labios carnosos se abrían cuando cantaba, mostrando sus dientes impecables y blancos. Y una vez por minuto cerraba los ojos y alzaba los brazos.
No supe que compartíamos la misma pasión por el rock hasta aquella noche. Me lo encontré de repente, quizá no por casualidad. Estaba pidiendo una copa cuando reconocí su voz detrás de mí: “Licor 43 para la señorita”, dijo. Me giré inmediatamente y con media sonrisa en la cara pregunté: “¿Mathieu Dymarski en un concierto de rock?”. Mathieu tenía un punto alternativo pero jamás imaginé encontrarle allí. “¿Tan raro te parece?”, me respondió. Alargué la sonrisa y me volví a recoger la copa. “Invito yo”, le dijo a la camarera sacando la cartera, y pidió una cerveza.
Nos apoyamos en el palco. En el segundo piso el concierto cobraba una perspectiva espectacular. “¿Desde cuándo te gusta el grupo?”, me gritó al oído. La música estaba muy fuerte y apenas lograba descifrar sus mensajes. Tras varios “¿cómo dices?”, “¡no te oigo!”, Mathieu se rio.
Me miró. Me miró y le miré.
Señaló la pista donde estaban los más animados de la sala. Esta vez logré leer sus labios: “¿Vamos abajo?”. Asentí atontada, sin saber que un “no” podría haberlo cambiado todo. Cogió mi mano derecha y apartando a la gente me llevó con él. Su mano estaba caliente y seca, sus dedos se movían entre los míos en forma de caricia.
Abajo, entre la muchedumbre, la guitarra y la voz de Jesse ("The Devil") retumbaba con más potencia. Miré el móvil y vi un mensaje de mi madre: “¿A qué hora llegas?”. Iba a contestar, pero no lo hice, tampoco habría servido de nada. Sonaron tres golpes de baqueta. “¡Sí!”, exclamé en un salto. “Kiss the Devil” era mi single preferido de la banda.
“Who will love the Devil and his song?”, cantábamos Mathieu y yo desgañitando nuestras voces. Un hombre grasiento se a bailar eufórico a mi lado dejándome poca movilidad, no iba a ser la última vez que me estorbaba. Mathieu me tomó de la cintura y me arrastró a su izquierda hacia un hueco más espacioso.
Me miró. Me miró y le miré. Me miró durante tres segundos.
Y en ese preciso momento sucedió. Entraron sin avisar. Sin siquiera dejarnos formular el más mínimo razonamiento. Sin ninguna explicación.
Un misterioso petardeo irrumpió la canción. Pensé que ese ruido era parte del show, pero la melodía se transformó en gritos de terror en cuestión de segundos. Iban vestidos de negro y sujetaban armas. Eran tres o cuatro. Ellos también gritaban, pero gritaban con ira, gritaban palabras extrañas.
Con las manos en la cabeza, un joven teñido de rojo se escondió en un rincón, tratando de esconder su llamativo peinado. Pensé en hacer lo mismo pero entonces Mathieu me agarró la mano derecha y echó a correr. Los disparos se multiplicaron y los amantes del rock iban cayendo uno a uno sobre un suelo teñido de rojo. El hombre grasiento se puso a correr delante nuestro impidiéndome, por última vez, el paso. ¡Marie, Marie! Pude sentir el pánico en los ojos aguosos de aquella chica rubia que gritaba exasperada mientras buscaba a su compañera. Mathieu seguía luchando por una vía de salida y los disparos seguían sonado cerca de mí, pero no lograba verlos.
De repente, dejé de sentir el calor de su mano. Todo se paró. Mi fuerza se despegó de mis músculos. La precisión del sonido de los gritos comenzó a distorsionarse. El impulso de mis pies se frenó. La gravedad dejó caer mi cuerpo y mi cabeza golpeó el suelo. Pensé en mi madre, en el mensaje que no había contestado y pensé en toda mi familia. Mis ojos confundían a las personas con sus sombras, pero pude distinguir el rostro desesperado de Mathieu acercándose a mi cara.
Me miró. Me miró y le miré. Me miró durante tres segundos. Después, nada.